MEDITACIÓN CXXVIII
(7 DE MAYO)
Sobre las instrucciones de
Jesucristo.
Punto 1°.- Jesucristo es propiamente el único doctor y maestro a quien debemos
escuchar: los que le representan sobre la tierra son nuestros maestros y
doctores porque nos hablan en su nombre. Este divino Salvador nos instruye de
dos maneras: 1°. Por sus lecciones: abrid el Evangelio, estudiadle con aplicación,
leedle con docilidad, pues esta es la regla de vuestras creencias y de vuestras
costumbres. Toda la religión está encerrada en él; en él encontraréis todo lo
que debéis creer y practicar para salvaros. En el Evangelio es donde
Jesucristo nos revela esos grandes misterios, esas primeras verdades que sirven
de fundamento a su moral, la caída y la redención del hombre, los dones del
Espíritu Santo, las operaciones de la gracia, la suma felicidad de los
predestinados y los tormentos eternos de los réprobos.
Punto 2°.- Nos instruye por sus
ejemplos. Lo que ha dicho y lo que ha hecho, es el compendio de todo el
cristianismo. Lo que ha dicho; esto es a lo que debemos someternos, y por eso es
nuestro maestro. Lo que ha hecho; es
lo que debemos imitar, y por eso es nuestro modelo. Todo nuestro mal, dice
san Bernardo, viene de que no queremos seguir ni sus lecciones ni sus ejemplos:
y sin embargo, es necesario que su Evangelio os gobierne o que os condene. Escoged; porque si no sirve para vuestra
salvación, será infaliblemente el título de vuestra condenación y el fundamento
de vuestra perdición por toda la eternidad.
Oración Universal
Para servir de preparación a la lectura de esta obra (rezar diario al término de cada meditación).
Dios mío, yo creo en vos, fortificad mi fe; espero en vos, asegurad mi esperanza; os amo, redoblad mi amor; me arrepiento de haber pecado, aumentad mi arrepentimiento.
Yo os adoro como a mi primer principio, os deseo como a mi último fin, os doy gracias, como a mi perpetuo bienhechor, y os invoco como a mi soberano defensor.
Dios mío, dignaos arreglarme por vuestra sabiduría, sostenerme por vuestra justicia, consolarme por vuestra misericordia y protegerme por vuestro poder.
Yo os consagro mis pensamientos, mis palabras y mis acciones, a fin de que de ahora en adelante no piense sino en Vos, no hable sino de Vos y no sufra sino por Vos.
Señor yo quiero lo que vos queréis, porque vos lo queréis, como vos lo queréis y por el tiempo que vos lo queréis.
Yo os suplico que ilustréis mi entendimiento, inflaméis mi voluntad, purifiquéis mi cuerpo y santifiquéis mi alma.
Dios mío, ayudadme a expiar mis pecados pasados, a vencer las tentaciones venideras, a corregir las pasiones que me dominan y a practicar las virtudes que me convienen.
Llenad mi corazón de ternura por vuestras bondades, de aversión por mis culpas, de celo para con mi prójimo y de desprecio por el mundo.
Que yo procure, ¡Oh Señor! Ser sumiso para con mis superiores, caritativo con mis inferiores, fiel con mis amigos e indulgente con mis enemigos.
Venid a mi socorro ¡oh Dios mío! para poder vencer la sensualidad con la mortificación, la avaricia con la limosna, la ira con la dulzura, y la tibieza con la devoción.
Dios mío, hacedme prudente en las empresas, animoso en los peligros, paciente en las adversidades y humilde en la prosperidad.
No permitáis que olvide nunca el juntar la atención en mis oraciones, la templanza en mis comidas, la exactitud en mis empleos y la constancia en mis resoluciones.
Señor, inspiradme el cuidado de tener siempre una conciencia recta, un exterior modesto una conversación edificante y una conducta regular.
Que yo me aplique sin cesar a dominar la naturaleza, a secundar la gracia, a guardar la fe y a merecer la salvación.
Dios mío, descubridme cuanta es la pequeñez de la tierra, la grandeza del cielo, la brevedad del tiempo y lo largo de la eternidad.
Haced que me prepare para la muerte, que tema vuestro juicio, que evite el infierno y que obtenga en fin la bienaventuranza por Jesucristo Nuestro Señor.
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