Por Mons de Segur
X. LA PRENSA LA REVOLUCIÓN
La prensa, en sí
misma, ni es buena, ni mala.
Es una poderosa invención, que tanto
puede servir para el bien como para el mal: todo depende del uso que se hace de
ella.
Preciso
es, sin embargo, confesar que a
consecuencia del pecado original, la prensa ha servido mucho mas para el mal
que para el bien, y que se abusa de ella en proporciones formidables.
En
nuestro siglo, la prensa es la gran
palanca de la Revolución.
Para
no hablar mas que del periodismo, que es el estado de la prensa mas activo y
mas influyente, nadie podrá negar que
los periódicos son el peligro mayor para los tronos y los altares. Sin
salir de Francia, sobre quinientos cincuenta periódicos, puede que no haya
treinta que sean verdaderamente cristianos. Por ochenta o cien mil lectores de
papeles públicos que respeten la fe, la Iglesia, el poder, los principios, hay
cinco o seis millones de hombres que
beben sin cesar el veneno destructor que
les ofrecen en abundancia los periódicos impíos.
Perdóneseme
esta comparación: la prensa es en manos
de la Revolución un gran aparato para formar los hombres a su gusto.
Cuando
se quiere enseñar a un canario un canto cualquiera, se le repite este canto
diez y veinte veces al día con un organillo ad
hoc. Los jefes del partido revolucionario, para formar lo que dicen la
opinión pública, para introducir en las cabezas sus fatales ideas, recurren a
la prensa; cada día dan vueltas a la llave del orgullo, cada día repiten en sus
periódicos el aire que quieren enseñar al público, pronto este lo canta como
los dichos canarios. Ahí tenéis la opinión pública.
Para la Iglesia, que no quiere aprender este
aire, se emplea otro medio. La Revolución procura adormecerla. Pretende, como todos saben, que la Iglesia católica ya no está a la
altura del siglo. Con una bondad hipócrita finge querer armonizarla con las ideas modernas; pero en realidad
quiere matarla. Se acerca, pues, a la Iglesia y le presenta su pérfido
aparato, la prensa; le dice palabras dulces y hermosas le hace declaraciones piadosas,
y procura adormecer los guardianes de la fe. La Iglesia desconfía; el Papa y
los Obispos rehúsan tales lecciones. Entonces la Revolución arroja la máscara, trasforma su aparato en máquina de
guerra, y ataca de frente aquella enemiga que no ha podido adoctrinar ni ahogar.
Y
lo que digo del periodismo en Francia, debe decirse, quizá con mas razón, de
Inglaterra, Bélgica, Rusia, Alemania, Suiza, y sobretodo el Piemonte y de la
pobre Italia. Cerca de mil quinientos periódicos son los que diariamente ven la
luz del día en Europa; de este número, ¿cuántos hay que sean amigos verdaderos
de la Iglesia?
Se
comprende fácilmente que no puede ser de otro modo, si se penetra un poco en
los misterios de la redacción de los periódicos. Salvo algunas excepciones
honrosas, y por desgracia harto raras, los
periodistas de profesión ejercen un verdadero comercio, en detrimento del público.
No tienen ni convicciones religiosas ni
políticas; su conciencia está en su tintero, y venden la tinta al que más la
paga. Según el interés de su bolsillo, harto vacío regularmente por mala
conducta, pleitean con noble ardor por el pro y por el contra, riéndose de sus crédulos
lectores.
Halagan
al espíritu de oposición para aumentar el número de sus abonados, y los periódicos
mas malos y mas insulsos son a veces los que dan mejores resultados a sus
redactores. ¡Y estos son los maestros de la sociedad! ¡En qué manos ha venido a parar la conciencia pública! A impulso de las
sociedades secretas, el periodismo revolucionario hace guerra con todas sus
plumas a la Iglesia, y hará perder la fe en Europa, si Dios, en su
misericordia, no se apresura a desbaratar esta conspiración vasta e infernal.