Por Mons de Segur
XIV.
LA SOBERANÍA DEL PUEBLO, O LA DEMOCRACIA
El
principio de la soberanía del pueblo, tan explotado hace un siglo por los enemigos de
la Iglesia, puede, sin embargo, entenderse en un sentido católico y muy
verdadero.
Notemos ante todo que el pueblo no es esa turba de individuos brutales
y perversos que forja las revoluciones, y que, de lo alto de las
barricadas, destruye los gobiernos, y cuyos jefes explotan sus mas groseras
pasiones. El pueblo es la nación entera,
que comprende todos las clases de ciudadanos: el labrador y el artesano, el
comerciante y el industrial, el gran propietario y el rico señor, el militar,
el magistrado, el sacerdote, el Obispo; eso junto, es la nación con todas sus
fuerzas vivas, pudiendo, constituido con una representación seria,
expresar sus deseos, y ejercer libremente sus derechos.
Una vez conocida esta
descripción antirrevolucionaria del pueblo, diremos que la escuela católica ha
enseñado siempre, aunque en un sentido enteramente opuesto, lo que los
constituyentes de 89 tomaron por un descubrimiento extraordinario. La Iglesia por boca de Santo Tomás y de sus
Doctores mas famosos, enseña que Nuestro Señor Jesucristo, Padre de los pueblos
y Rey de los reyes, pone en la nación entera, el principio de la soberanía; que
el soberano (hereditario o electivo) a quien la nación confía el cargo del
gobierno, solo recibe este poder de Dios por el intermedio de la nación misma;
en fin, que el Soberano, puesto que recibe el poder para el bien público, y no
en favor de sí mismo, si es que llega a faltar gravemente y con evidencia a
este su deber, puede ser depuesto legítimamente por aquellos mismos que le
confiaron la soberanía. A fin de prevenir toda interpretación
revolucionaria, me apresuro a añadir que siendo la Iglesia el único juez
competente o imparcial en estos casos de conciencia tan graves, ella sola puede
legitimar, por una decisión solemne, un hecho de tanta gravedad, y esto después
de haberse convencido de la gravedad del crimen (Estos casos son muy raros. Es,
por ejemplo, el caso en que, por culpa del príncipe, el pueblo se viese
expuesto á perder la verdadera fe; el caso en que su habitual tiranía trastornase
todo el orden público y amenazase la nación con una guerra inminente, y otras
cosas de este género. Se puede ver el
desarrollo de esta doctrina en el magnífico opúsculo de Santo Tomás: De regimine princípum.).
El
poder civil difiere del poder paterno y del eclesiástico en que estos dos
últimos son inamisibles (no se pueden perder), porque son de institución divina en su forma determinada,
y sin ninguna delegación dada a los inferiores, y en que, al contrario, el
poder civil no ha recibido de Dios forma alguna determinada, y por esto puede
pasar de una forma de gobierno a otra; es decir, de la monarquía hereditaria a la electiva, de esta a le aristocracia, y recíprocamente. Estos cambios, cuando
se efectúan con regularidad y legítimamente, en nada tocan al principio de la
monarquía ni al de la soberanía.
“¿Cuándo serán estos casos
regulares, y las resoluciones legítimas?”
Gran dificultad práctica, que no
pueden resolver ni el soberano ni el pueblo; porque siendo ambas partes
interesadas en el debate, no pueden ser jueces en su propia causa. La Iglesia,
representada por la Santa Sede, es el único tribunal competente que puede
decidir tan grave cuestión; solamente este tribunal está revestido de un poder
superior al temporal; él solo es independiente y desinteresado, mas que
cualquiera otro, por su carácter religioso, y solo él ofrece garantías de
moralidad, justicia, sabiduría y ciencia necesarias para función tan augusta y delicada.
Por otra parte, este es el orden establecido por Dios, no
para el interés personal de la Iglesia, sino para el interés general de las
sociedades, de los Soberanos y de las naciones. El juicio en estas altas
cuestiones de justicia social, estriba, como en los casos particulares de
conciencia, en la palabra inmutable de Jesucristo, cuando dice al Jefe de su Iglesia:
- “Todo
lo que ligares sobre la tierra, será ligado en el cielo; y todo lo que
desatares en la tierra, será desatado en el cielo.” Esta es la teoría
verdadera y católica sobre la soberanía del pueblo, y sobre los cambios de
gobierno.
Hay
un abismo entre esta doctrina y la soberanía del pueblo, tal cual la entiende la Revolución y la entendieron los constituyentes
de 89. Según estos, el pueblo saca la soberanía de sí mismo, y no la recibe de
Dios; nada quiere saber de Dios, pretendiendo separarse de Él. Además, y
como consecuencia de este primer error, desecha la Iglesia, privándose de este
modo del único poder moderador que Dios instituyó- para protegerle contra el
despotismo y la anarquía. Desde que los
Reyes y los pueblos han rechazado esta dirección maternal de la Iglesia, los
vemos efectivamente obligados a decidir a cañonazos sus casos de conciencia,
por el sangriento derecho del mas fuerte; y las sociedades políticas, a pesar
de sus pretensiones de progreso marchan rápidamente hacia la decadencia pagana.
En vez del orden, fruto de la obediencia, ya no hay en el mundo mas que
despotismo o anarquía, frutos de la rebelión; la noción del la verdadera
soberanía, por decirlo así, ya no existe sobre la tierra.
“Todo esto puede ser muy verdad en teoría, pero ¿y en práctica?"
No es culpa de la teoría, si esta es difícil de practicar, la culpa está en la
debilidad y la corrupción humana. Con este principio sucede como con todos los principios de conducta: la teoría,
la regla, es clara, verdadera, perfecta. Su aplicación perfecta es imposible,
porque la perfección no es de este mundo, pero cuanto mas se acerca la práctica a la teoría, tanto mas cerca se está de la verdad, del orden y del bien.
Hace, ya, muchísimo tiempo que los Estados, temporales desdeñan la Iglesia, y se conducen según sus
caprichos; olvidan y rechazan mas y mas la dirección divina de la Iglesia; y
como el hijo pródigo, se alejan cada día mas de la casa paterna. Por esto también
el mundo, extraviado lejos de Dios, se encuentra en revolución permanente, a
pesar de los esfuerzos prodigiosos que se hacen para llegar al orden, y
contener el mal. Si la sociedad quiere no perecer, habrá de volver, tarde ó
temprano, al principio católico, al único verdadero principio de la soberanía.
Leibnitz, hombre de genio, aunque protestante, deseaba de todas veras la vuelta
de las sociedades â la alta dirección moral de la Santa Sede y de la Iglesia: “Seria de opinión, -escribía- de establecer en la misma Roma un tribunal
para juzgar las diferencias y altercados entre los príncipes, y hacer al Papa
su presidente.” Este tribunal existe, existe en derecho divino é inmutable,
aunque se le desconozca. Lo repito, no hay salvación mas que por este medio. “La Revolución no cesará, decía M. de Bonald,
sino cuando los derechos de Dios habrán
reemplazado a los derechos del hombre.”
Deseemos,
pues, con la mayor ansia, como católicos y como buenos ciudadanos, la conformidad
de la práctica a la teoría y hasta nueva orden, apliquemos la teoría del modo
menos imperfecto que podamos.
“Pero ¿no abre este sistema la puerta a mil y
mil inconvenientes?”
Es muy posible; pero entre dos males necesarios, debemos
escoger el menor.
En caso de un conflicto entre
el soberano y la nación, ¿qué sucede en el día? ¿Por quién quedará la victoria?
¿Será acaso por el derecho, la justicia, la verdad? Sí, siempre que la fuerza
bruta se encuentre de su lado: nó, si, según lo que sucede por lo común, esta
favorece al partido del mal. En ambos casos es la guerra civil erigida en
principio, sangrienta y feroz, en la que el éxito todo lo justifica, y que
arruina y apura todas las fuerzas vivas del Estado. Nada de todo esto se vería en el sistema católico, en el cual todo se
arreglaría pacíficamente. Los dos partidos ventilarían su causa ante el
tribunal augusto de la Santa Sede, y se someterían a su decisión. No habría
sangre derramada, ni guerra civil, ni Erario público arruinado, etc. ¿No es
esto muy hermoso y muy de desear?
Concedo de buena gana que, vista la corrupción humana, habría quizá
algunas intrigas, algunas miserias al rededor de este tribunal sagrado; pero
los inconvenientes que traería este sistema serian muy poca cosa en comparación
de sus beneficios; y la alta influencia de la Religión sería, ella sola, una
garantía poderosa contra los abusos. “¿No
reúne la Iglesia, dice Bossuet, no
reúne todos los títulos, por donde se puede esperar el triunfo de la Justicia?"
Por otra parte, este tribunal solo
decidiría según principios ciertos, fundados sobre la fe, conocidos y
respetados por todos. La Revolución,
al contrario, ninguna garantía ofrece; no conoce sino el derecho del mas fuerte;
no resuelve el problema social, y solo hace retardar su solución.
"Mas, para explicar este
sistema, sería necesario que todo el mundo fuera católico.”
Seguramente; y tanto es de desear que todo el mundo fuera
católico, como el que se aplique a las sociedades civiles el sistema pacifico y
religioso de que acabamos de hablar. Todo
el mundo debe ser católico, porque todo el mundo debe creer y practicar la
verdadera Religión. Esta es la base
de la felicidad pública é individual, porque Jesucristo es el principio de toda
vida para los Estados, familiar é individuos.
Conozco, como el primero, que el sistema social católico casi ya no puede
aplicarse á nuestra sociedad, y de ello deduzco: 1º; que nuestra sociedad anda
extraviada y en peligro de muerte y, 2º, que todos debemos, si amamos a la
Iglesia y a nuestra patria usar de nuestra influencia para hacer resplandecer
de nuevo y vigorizar el verdadero principio social.
“Pero esta teoría nunca pudo ser aplicada ni siquiera en los siglos de
fe.”
Nunca lo fue completamente, porque siempre hubo pasiones populares y
orgullo en los príncipes. Sin embargo, previno muchas guerras y contuvo muchos
excesos. Testigos de ello fueron la subida pacifica de los Carlovingios al
trono de Francia; la represión de la tiranía de los Emperadores de Alemania;
Enrique IV y Barbaroja, etc. En los
siglos de fe, había, como hoy, pasiones individuales perversas; pero el régimen
social era bueno; y las tres sociedades, la religiosa, la civil y la doméstica,
reconocían su mutua subordinación, y a pesar de desórdenes parciales, se
apoyaban sobre la roca firme de la verdad, la Religión, el derecho y la justicia.
_ “¿Y no sería esto volver a la edad media?”
Seguro que no; esto sería tomar de la edad media lo que tenia esta de
bueno para hacerlo de nuestra época. Nosotros, los católicos, no queremos de modo alguno cambiar de siglo, ni
privarnos de las conquistas del tiempo; lo que queremos es aprovechar la
experiencia de lo pasado como de lo presente, corregir el mal, y en su lugar
poner al bien; dejar a un lado lo defectuoso, para conservar lo que es mejor.
Si el obrar así es volver a la edad media, entonces volvamos a ella.
Creo que este ya bastará para
ilustrar la conciencia de todo lector imparcial, y pera demostrar el papel
magnifico de la Iglesia en las cuestiones sociales y políticas.
Concluyamos:
hay democracia y democracia; la una verdadera y legitima, profesada por la
Iglesia en todo tiempo, la cual respeta su soberanía, que estriba sobre ella y
sobre Dios; la otra, falsa y revolucionaria, de invención reciente, que
desprecia el poder, insubordinada, y que nada produce, sino desorden y ruinas.
Esta es la democracia de 89, la democracia moderna, que desconoce a la Iglesia,
y que en el fondo no es mas que la Revolución social y la máscara de la
anarquía.
Pregunto ahora: ¿Puede un cristiano
ser demócrata en este sentido?