domingo, 28 de julio de 2013

LA REVOLUCIÓN (16)

Por Mons de Segur

XVI. LA LEY.



La Revolución sabe muy bien que en el fondo ella no es sino la anarquía, y que esta infunde terror a todos. Para disimular su principio y darse apariencias de orden se adorna enfáticamente con lo que llama legalidad, diciendo que solo obra en nombre de la ley. En 1789 minó el orden social, político y religioso en nombre de la ley; en nombre de la ley decretó en 1791 el cisma y la persecución, y en 1793, siempre en nombre de la ley, asesinó al Rey de Francia, estableció el Terror y cometió los horribles atentados que todos saben. En nombre de la ley es que,-desde medio siglo-, hace la guerra a la Iglesia, al poder, a la verdadera libertad. No será, pues, del todo inútil el recordar brevemente la verdadera noción de la ley.

La ley es la expresión de la voluntad legítima del legítimo superior. Para que una ley nos obligue en conciencia a obedecerla, para que sea verdaderamente una ley, son precisas e indispensables estas dos condiciones: 1ª, que venga de nuestro legítimo superior; y 2ª, que no sea un capricho, una voluntad mala y perversa de este mismo superior. Por lo mismo dije antes, una voluntad legítima


¿Cuáles son nuestros legítimos superiores? ¿Cuando son legítimas sus voluntades? Dos preguntas prácticas, fáciles de resolver.

Solo Dios, propiamente hablando, es nuestro superior; y si estamos obligados, sobre la tierra, a obedecer a otros hombres, es porque Dios les ha confiado el poder de mandarnos. Ellos son nuestros superiores, como depositarios de la autoridad de Dios.

Todo superior sobre la tierra no es mas que un delegado de Dios, un representante suyo, que no debe jamás imponer a sus subordinados una voluntad que sea opuesta a la voluntad de Dios. Este principio es el fundamento de toda ley.

Nosotros tenemos en el mundo tres clases de superiores; el Papa y el Obispo, en el orden religioso, el soberano, en el orden civil y político; el padre, en el orden de la familia. Cada uno de estos es superior legitimo, y tiene derecho de mandarnos en nombre de Dios; pero observando, por su parte, y ante todo, el orden establecido por Dios. Hemos ya dicho antes cuál es este orden: es la subordinación regular de la familia al Estado, y del uno y de la otra a la Iglesia.

Así, pues, para que una disposición de mi padre me obligue en conciencia, es de necesidad absoluta lo que he afirmado; pero también basta para ello que no esté en oposición evidente con la ley del Estado o la ley de la Iglesia. Para que un mandato del poder civil me obligue á su vez, es preciso y basta que no sea contrario a una ley, o a la dirección de la Iglesia. Sin esta condición indispensable no estamos obligados a obedecer, a lo menos en conciencia, y lejos de ser una ley, este mandato no es mas que un abuso del poder, un capricho tiránico, una violación flagrante y culpable del orden divino. 

En cuanto a la Iglesia, su garantía con respecto a nosotros descansa sobre la palabra del mismo Dios, quien la asiste siempre en el ejercicio de su poder. Ella tiene el privilegio divino, incomunicable, de la infalibilidad en toda su doctrina, de tal suerte, que tanto las naciones como los individuos pueden entregarse con toda confianza y sin ningún riesgo a su dirección, y recibir sus mandatos. Escuchar la Iglesia, es siempre escuchar a Dios; despreciarla, es siempre despreciar a Dios: Quien os escucha, me escucha, quien os desprecia, me desprecia

No existe, pues, relación alguna entre la ley, la verdadera ley y lo que la Revolución se atreve a llamar ley. Ella dice; “la ley es la expresión de la voluntad general.” No por cierto; la ley es la expresión de la voluntad de Dios; y la voluntad general es nada, o mas bien es criminal, desde que está en oposición con esta voluntad divina promulgada infaliblemente por la Iglesia católica. Esta cuestión, es cuestión de fe y de sentido común.

Observad en aquella definición errónea de la ley la habilidad pérfida de la incredulidad revolucionaria: no ataca de frente el dogma católico; hace como si este no existiera, y de este modo acostumbra a los pueblos y a los mismos soberanos a separarse de Dios, de la Iglesia y del cristianismo entero. Es como la religión del hombre honrado, que usurpa el puesto de la religión cristiana y que no es otra cosa mas que la ausencia total de toda religión. El ateísmo social y legal viene del 89, es muy real, aunque puramente negativo. No mas Dios, un mas Cristo, no mas Iglesia, no mas fe, y en lugar de esto, el Pueblo y la Ley. Yo miro la ley, la legalidad, tal cual la Revolución nos la hace practicar, como una seducción satánica, mas peligrosa que todas las violencias.


Escusado es decir que todas las leyes civiles y políticos que no son contrarias a las leyes y derechos de la Iglesia, obligan en conciencia a sacerdotes y Obispos, lo mismo que a los otros ciudadanos. En caso de duda, solamente la Iglesia, por medio de los Obispos y del soberano Pontífice, tiene facultad para decidir si es preciso o no obedecer. Si al contrario, la ley civil es evidentemente contraria al derecho católico, entonces vierte al caso de contestar, como los primeros discípulos de Jesucristo: Mas vale obedecer a Dios que a los hombres.

domingo, 21 de julio de 2013

LA REVOLUCIÓN (15)

Por Mons de Segur 

XV LA REPÚBLICA.



La Revolución tiene un atractivo irresistible para esa forma de gobierno, que llaman República, al propio tiempo que una antipatía invencible para las otras dos formes de gobierno: aristocracia, monarquía.

Sin embargo, una república puede muy bien no ser revolucionaria, y una monarquía y una aristocracia pueden serlo completamente. No es la ferina política de un gobierno lo que le hace pasar al campo de la Revolución; son los principios que adopta, y según los cuales se dirige.

Todo gobierno que deja de respetar, en teoría y en práctica, en su legislación y en sus actos, los derechos imprescriptibles de Dios y de su Iglesia, en un gobierno revolucionario. Sea monarquía hereditaria, electiva o constitucional, sea una aristocracia, un Parlamento: sea república, confederación, etc., siempre será revolucionario, si se subleva contra el orden divino; pero no lo será, si respeta todo eso.

Sentado esto, no deja de ser curioso al observar que la forma de gobierno democrático o republicano es la única que no tiene sanción divina. Las dos sociedades constituidas directamente por Dios han recibido de su paternal sabiduría la forma monárquica, templada por la aristocracia. La familia es una monarquía en la que el padre manda y gobierna como soberano, pero con la asistencia de la madre, que representa el elemento aristocrático, y cuya autoridad es real y verdadera, aunque secundaria. En cuanto a los hijos, elemento democrático, no tienen en la familia autoridad alguna, propiamente hablando. 

Lo mismo sucede con la Iglesia. Esta es una monarquía espiritual, templada por la aristocracia. El Papa es verdaderamente el monarca religioso de los hombres, pero al lado de su poder supremo, ha establecido Dios el poder del obispado, que forma en la Iglesia el poder aristocrático. La multitud de los fieles que es el elemento democrático, no tiene mas autoridad que los hijos en la familia.  

¿No Sería acaso razonable el deducir de este doble acto divino, que la democracia no es hija del cielo, y que la república, al menos tal cual se la entiende en nuestros días, tiene relaciones secretas con el principio fatal de la Revolución? La Democracia, dice Proudhon, es la envidia, y este definidor nada tiene de sospechoso. Y la envidia, según Bossuet, no es mas que el efecto negro y secreto de un orgullo débil Un gracioso algo cáustico dijo en otro tiempo: Democracia, Demoniocracia. Puede que la comparación sea un poco viva; pero algo de verdad pudiera encerrar. Lo cierto es que siendo casi siempre las Repúblicas unas verdaderas behetrías y casas de confusión, todos los embrollones, todos los abogados sin pleitos, todos los médicos sin clientela, todos los habladores y todos los ambiciosos de baja esfera, encuentran fácilmente en ellas lo que buscan; y el diablo no encuentra cosa mejor que pescar en agua turbia. La república trae invariablemente tras de sí o la anarquía o el despotismo, y he aquí por qué es tan querida de la Revolución.


Sin rechazar absolutamente las ideas republicanas, aconsejo a los jóvenes que desconfíen mucho de ellas. Se expondrían a perder con ellas los instintos buenos y verdaderos de su fe y de la obediencia, sin contar el peligro, muy serio, de perder por ellas la cabeza, como ya ha sucedido a muchos otros. Al extremo opuesto de esto se encuentra el absolutismo monárquico, es decir, el poder sin freno ni intervención alguna, y yo creo verdaderamente que este es todavía mas fatal que la peor de las repúblicas. La nación entera está sujeta, como bajo los Emperadores paganos, a un solo hombre, y el cesarismo es anticristiano y revolucionario en primera línea.

viernes, 5 de julio de 2013

LA REVOLUCIÓN (14)

Por Mons de Segur 

XIV. LA SOBERANÍA DEL PUEBLO, O LA DEMOCRACIA

El principio de la soberanía del pueblo, tan explotado hace un siglo por los enemigos de la Iglesia, puede, sin embargo, entenderse en un sentido católico y muy verdadero.

Notemos ante todo que el pueblo no es esa turba de individuos brutales y perversos que forja las revoluciones, y que, de lo alto de las barricadas, destruye los gobiernos, y cuyos jefes explotan sus mas groseras pasiones. El pueblo es la nación entera, que comprende todos las clases de ciudadanos: el labrador y el artesano, el comerciante y el industrial, el gran propietario y el rico señor, el militar, el magistrado, el sacerdote, el Obispo; eso junto, es la nación con todas sus fuerzas vivas, pudiendo, constituido con una representación seria, expresar sus deseos, y ejercer libremente sus derechos.

Una vez conocida esta descripción antirrevolucionaria del pueblo, diremos que la escuela católica ha enseñado siempre, aunque en un sentido enteramente opuesto, lo que los constituyentes de 89 tomaron por un descubrimiento extraordinario. La Iglesia por boca de Santo Tomás y de sus Doctores mas famosos, enseña que Nuestro Señor Jesucristo, Padre de los pueblos y Rey de los reyes, pone en la nación entera, el principio de la soberanía; que el soberano (hereditario o electivo) a quien la nación confía el cargo del gobierno, solo recibe este poder de Dios por el intermedio de la nación misma; en fin, que el Soberano, puesto que recibe el poder para el bien público, y no en favor de sí mismo, si es que llega a faltar gravemente y con evidencia a este su deber, puede ser depuesto legítimamente por aquellos mismos que le confiaron la soberanía. A fin de prevenir toda interpretación revolucionaria, me apresuro a añadir que siendo la Iglesia el único juez competente o imparcial en estos casos de conciencia tan graves, ella sola puede legitimar, por una decisión solemne, un hecho de tanta gravedad, y esto después de haberse convencido de la gravedad del crimen (Estos casos son muy raros. Es, por ejemplo, el caso en que, por culpa del príncipe, el pueblo se viese expuesto á perder la verdadera fe; el caso en que su habitual tiranía trastornase todo el orden público y amenazase la nación con una guerra inminente, y otras cosas de este género. Se puede ver el desarrollo de esta doctrina en el magnífico opúsculo de Santo Tomás: De regimine princípum.).


El poder civil difiere del poder paterno y del eclesiástico en que estos dos últimos son inamisibles (no se pueden perder), porque son de institución divina en su forma determinada, y sin ninguna delegación dada a los inferiores, y en que, al contrario, el poder civil no ha recibido de Dios forma alguna determinada, y por esto puede pasar de una forma de gobierno a otra; es decir, de la monarquía hereditaria a la electiva, de esta a le aristocracia, y recíprocamente. Estos cambios, cuando se efectúan con regularidad y legítimamente, en nada tocan al principio de la monarquía ni al de la soberanía.

“¿Cuándo serán estos casos regulares, y las resoluciones legítimas?”

Gran dificultad práctica, que no pueden resolver ni el soberano ni el pueblo; porque siendo ambas partes interesadas en el debate, no pueden ser jueces en su propia causa. La Iglesia, representada por la Santa Sede, es el único tribunal competente que puede decidir tan grave cuestión; solamente este tribunal está revestido de un poder superior al temporal; él solo es independiente y desinteresado, mas que cualquiera otro, por su carácter religioso, y solo él ofrece garantías de moralidad, justicia, sabiduría y ciencia necesarias para función tan augusta y delicada.

Por otra parte, este es el orden establecido por Dios, no para el interés personal de la Iglesia, sino para el interés general de las sociedades, de los Soberanos y de las naciones. El juicio en estas altas cuestiones de justicia social, estriba, como en los casos particulares de conciencia, en la palabra inmutable de Jesucristo, cuando dice al Jefe de su Iglesia: - Todo lo que ligares sobre la tierra, será ligado en el cielo; y todo lo que desatares en la tierra, será desatado en el cielo.” Esta es la teoría verdadera y católica sobre la soberanía del pueblo, y sobre los cambios de gobierno.

Hay un abismo entre esta doctrina y la soberanía del pueblo, tal cual la entiende la Revolución y la entendieron los constituyentes de 89. Según estos, el pueblo saca la soberanía de sí mismo, y no la recibe de Dios; nada quiere saber de Dios, pretendiendo separarse de Él. Además, y como consecuencia de este primer error, desecha la Iglesia, privándose de este modo del único poder moderador que Dios instituyó- para protegerle contra el despotismo y la anarquía. Desde que los Reyes y los pueblos han rechazado esta dirección maternal de la Iglesia, los vemos efectivamente obligados a decidir a cañonazos sus casos de conciencia, por el sangriento derecho del mas fuerte; y las sociedades políticas, a pesar de sus pretensiones de progreso marchan rápidamente hacia la decadencia pagana. En vez del orden, fruto de la obediencia, ya no hay en el mundo mas que despotismo o anarquía, frutos de la rebelión; la noción del la verdadera soberanía, por decirlo así, ya no existe sobre la tierra.

Todo esto puede ser muy verdad en teoría, pero ¿y en práctica?

No es culpa de la teoría, si esta es difícil de practicar, la culpa está en la debilidad y la corrupción humana. Con este principio sucede como con todos los principios de conducta: la teoría, la regla, es clara, verdadera, perfecta. Su aplicación perfecta es imposible, porque la perfección no es de este mundo, pero cuanto mas se acerca la práctica a la teoría, tanto mas cerca se está de la verdad, del orden y del bien.

Hace, ya, muchísimo tiempo que los Estados, temporales  desdeñan la Iglesia, y se conducen según sus caprichos; olvidan y rechazan mas y mas la dirección divina de la Iglesia; y como el hijo pródigo, se alejan cada día mas de la casa paterna. Por esto también el mundo, extraviado lejos de Dios, se encuentra en revolución permanente, a pesar de los esfuerzos prodigiosos que se hacen para llegar al orden, y contener el mal. Si la sociedad quiere no perecer, habrá de volver, tarde ó temprano, al principio católico, al único verdadero principio de la soberanía. Leibnitz, hombre de genio, aunque protestante, deseaba de todas veras la vuelta de las sociedades â la alta dirección moral de la Santa Sede y de la Iglesia: “Seria de opinión, -escribía- de establecer en la misma Roma un tribunal para juzgar las diferencias y altercados entre los príncipes, y hacer al Papa su presidente.” Este tribunal existe, existe en derecho divino é inmutable, aunque se le desconozca. Lo repito, no hay salvación mas que por este medio. “La Revolución no cesará, decía M. de Bonald, sino cuando los derechos de Dios habrán reemplazado a los derechos del hombre.”  

Deseemos, pues, con la mayor ansia, como católicos y como buenos ciudadanos, la conformidad de la práctica a la teoría y hasta nueva orden, apliquemos la teoría del modo menos imperfecto que podamos.

 “Pero ¿no abre este sistema la puerta a mil y mil inconvenientes?” 

Es muy posible; pero entre dos males necesarios, debemos escoger el menor.

En caso de un conflicto entre el soberano y la nación, ¿qué sucede en el día? ¿Por quién quedará la victoria? ¿Será acaso por el derecho, la justicia, la verdad? Sí, siempre que la fuerza bruta se encuentre de su lado: nó, si, según lo que sucede por lo común, esta favorece al partido del mal. En ambos casos es la guerra civil erigida en principio, sangrienta y feroz, en la que el éxito todo lo justifica, y que arruina y apura todas las fuerzas vivas del Estado. Nada de todo esto se vería en el sistema católico, en el cual todo se arreglaría pacíficamente. Los dos partidos ventilarían su causa ante el tribunal augusto de la Santa Sede, y se someterían a su decisión. No habría sangre derramada, ni guerra civil, ni Erario público arruinado, etc. ¿No es esto muy hermoso y muy de desear?

Concedo de buena gana que, vista la corrupción humana, habría quizá algunas intrigas, algunas miserias al rededor de este tribunal sagrado; pero los inconvenientes que traería este sistema serian muy poca cosa en comparación de sus beneficios; y la alta influencia de la Religión sería, ella sola, una garantía poderosa contra los abusos. “¿No reúne la Iglesia, dice Bossuet, no reúne todos los títulos, por donde se puede esperar el triunfo de la Justicia?" Por otra parte, este tribunal solo decidiría según principios ciertos, fundados sobre la fe, conocidos y respetados por todos. La Revolución, al contrario, ninguna garantía ofrece; no conoce sino el derecho del mas fuerte; no resuelve el problema social, y solo hace retardar su solución.

"Mas, para explicar este sistema, sería necesario que todo el mundo fuera católico.” 

Seguramente; y tanto es de desear que todo el mundo fuera católico, como el que se aplique a las sociedades civiles el sistema pacifico y religioso de que acabamos de hablar. Todo el mundo debe ser católico, porque todo el mundo debe creer y practicar la verdadera Religión. Esta es la base de la felicidad pública é individual, porque Jesucristo es el principio de toda vida para los Estados, familiar é individuos.

Conozco, como el primero, que el sistema social católico casi ya no puede aplicarse á nuestra sociedad, y de ello deduzco: 1º; que nuestra sociedad anda extraviada y en peligro de muerte y, 2º, que todos debemos, si amamos a la Iglesia y a nuestra patria usar de nuestra influencia para hacer resplandecer de nuevo y vigorizar el verdadero principio social.

Pero esta teoría nunca pudo ser aplicada ni siquiera en los siglos de fe.” 

Nunca lo fue completamente, porque siempre hubo pasiones populares y orgullo en los príncipes. Sin embargo, previno muchas guerras y contuvo muchos excesos. Testigos de ello fueron la subida pacifica de los Carlovingios al trono de Francia; la represión de la tiranía de los Emperadores de Alemania; Enrique IV y Barbaroja, etc. En los siglos de fe, había, como hoy, pasiones individuales perversas; pero el régimen social era bueno; y las tres sociedades, la religiosa, la civil y la doméstica, reconocían su mutua subordinación, y a pesar de desórdenes parciales, se apoyaban sobre la roca firme de la verdad, la Religión, el derecho y la justicia.

_ “¿Y no sería esto volver a la edad media?” 

Seguro que no; esto sería tomar de la edad media lo que tenia esta de bueno para hacerlo de nuestra época. Nosotros, los católicos, no queremos de modo alguno cambiar de siglo, ni privarnos de las conquistas del tiempo; lo que queremos es aprovechar la experiencia de lo pasado como de lo presente, corregir el mal, y en su lugar poner al bien; dejar a un lado lo defectuoso, para conservar lo que es mejor. Si el obrar así es volver a la edad media, entonces volvamos a ella.

Creo que este ya bastará para ilustrar la conciencia de todo lector imparcial, y pera demostrar el papel magnifico de la Iglesia en las cuestiones sociales y políticas.

Concluyamos: hay democracia y democracia; la una verdadera y legitima, profesada por la Iglesia en todo tiempo, la cual respeta su soberanía, que estriba sobre ella y sobre Dios; la otra, falsa y revolucionaria, de invención reciente, que desprecia el poder, insubordinada, y que nada produce, sino desorden y ruinas. Esta es la democracia de 89, la democracia moderna, que desconoce a la Iglesia, y que en el fondo no es mas que la Revolución social y la máscara de la anarquía.


Pregunto ahora: ¿Puede un cristiano ser demócrata en este sentido?