Por Mons de Segur
XVII.
LA LIBERTAD.
Esta es otra máscara que debemos arrancar a la
Revolución; esta es otra palabra
grande y santa de la lengua cristiana, de la que abusa a cada paso el genio del
mal.
La
libertad en su sentido mas elevado, es la facultad de hacer el bien, es decir,
de cumplir enteramente la voluntad de Dios. La libertad absoluta y perfecta no
es de este mundo; esta sola la tendremos en el cielo. En este mundo siempre es
imperfecta la libertad, la facultad de hacer el bien. Con esta facultad de
hacer el bien tenemos también la posibilidad de obrar mal; esta posibilidad,
entiéndase bien, no es una facultad, un poder; es una debilidad, una falta de
poder. Nuestra libertad en la tierra es, pues, imperfecta, por estar limitada
con algún obstáculo procedente de la debilidad humana, o de la perversidad de
los hombres, o de los ataques del demonio.
En religión, la libertad consiste en poder conocer y
practicar plenamente la verdad religiosa, es decir, la Religión católica,
apostólica, romana. Para el Papa y
los Obispos, la libertad es la facultad plena y entera de enseñar y gobernar
los fieles; y para estos, la de poder obedecer a aquellos sin impedimento
alguno. La verdadera libertad religiosa no es mas que esto. En el orden
civil y político, la libertad es, para los que gobiernan, el poder de ejercer
todos sus legítimos derechos; y para gobernantes y gobernados, la facultad de
cumplir sin estorbo todos los verdaderos deberes de ciudadanos. Todas las verdaderas
libertades, civiles y políticas, están comprendidas en esta definición, a lo
menos en lo que tienen de esencial. En fin, en el orden de la familia consiste la libertad, para el padre y la
madre, en la facultad de ejercer plenamente sus derechos verdaderos sobre los
hijos y sus servidores, y para todos ellos, la de cumplir sus respectivos
deberes. Todo es, pues, bueno y santo en la libertad, en la verdadera
libertad; cuanto mas completa sea, tanto mas orden habrá; la autoridad misma
solo está instituido para proteger la libertad.
Sentado esto, hay tres maneras de entender y desear la
libertad, tanto para las sociedades como para los individuos:
1ª
Libertad de hacer el bien con los menos impedimentos posibles.
2ª
Libertad de hacer el bien y el mal con igual facilidad en lo uno y en lo otro.
3ª
Libertad de hacer el mal poniendo trabas al bien.
1ª
La primera de estas formas constituye la verdadera y buena libertad, la menos
imperfecta en este mundo, la libertad tal cual la quiere Dios y tal cual la
Iglesia la pide, la enseña y la practica. Esta libertad, relativamente
perfecta, no en una utopía; es lo mismo que la justicia y las demás virtudes
morales propuestas por Dios y su iglesia, a los hombres y sociedades: estas
virtudes son practicadas casi siempre con imperfección, pero siempre son
practicables, y debamos procurar practicarlas con la mayor perfección posible.
Así
sucede con la libertad: cuantos medios se nos dan para obrar bien, mas libres
somos; y cuanto mas libres somos, mas nos acercamos al orden y la verdad.
Cuanta mas facilidad nos dan los poderes de este mundo para obrar bien, tanto
mas apartarán los obstáculos que molesten la libertad, y tanto mas obrarán
según los designios de Dios, que quiere el bien en todo, y en todo rechaza el
mal.
Y si se pregunta cómo podrán
los poderes humanos conocer con certeza cuales sean los obstáculos que deben
alejar para proteger y desarrollar la libertad, es muy fácil la respuesta: la Iglesia los dirigirá con toda seguridad
en lo que toque al orden religioso y moral, como hemos dicho ya; y en las
cuestiones puramente temporales y políticas, una vez puesto a salvo el interés
superior de las almas, estos poderes tomarán todas las medidas que les dictaren
la experiencia y la razón, para asegurar la libertad del bien y comprimir el
mal.
2ª
Libertad de hacer el bien y el mal: igual protección acordada, a los buenos y a
los malos, a la verdad y al error, a la fe y la herejía; esta es la segunda
forma bajo la que puede concebirse la libertad. Así la conciben los liberales.
No hablo aquí de aquellos impíos
que piden igual libertad para el bien y para el mal, con la esperanza de ver á
este triunfar de aquel; hablo de los liberales honrados y cristianos que aman la
Iglesia, que detestan el desorden y la Revolución, y que aceptan la lucha,
porque creen de buena fe que el bien acabará siempre por triunfar.
Temiendo estos, sin duda,
chocar demasiado con los indiferentes é impíos, hacen concesiones sobre los principios,
y rechazan, tachándola de imprudente y perniciosa, la noción pura y verdadera
de la libertad, tal cual la profesó la Iglesia católica diez y ocho siglos
hace, y tal como acabo de presentarla en cuatro palabras. Ellos dejan el
terreno de la verdad inflexible, dejan la casa paterna para correr tras del hijo
pródigo, para procurar volverlo a ella.
Yo creo que estos liberales van
muy engañados, y que la verdad entera, solamente la verdad, es capaz de
librarnos del azote revolucionario: Veritas
liberabit vos, dice el Evangelio. Me parece que los liberales dan muestras de poca fe y de poco valor cuando abandonan
de este modo el partido de la santa libertad: de poca fe, porque dudan prácticamente de la Providencia de
Jesucristo sobre su Iglesia, y porque aceptan como un hecho consumado la
dominación inicua de los principios revolucionarios en el mundo; de poco valor, porque adoptan demasiado
á menudo las ideas liberales, para no ser tachados por el mundo moderno de
espíritus retrógrados y absurdos, de utopistas y de hombres de la edad media.
Estos mismos liberales ponen como
principio lo que no es mas que una necesidad de transición, y no ven que este pretendido principio de igualdad entre
el bien y el mal es tan contrario a la fe como al sentido común.
¿No
tenemos la experiencia de cada día para hacernos ver que, a causa de la
corrupción y decadencia de nuestra pobre naturaleza, mas nos inclinamos al mal
que no al bien?
¿No es este un hecho incontestable y aun
de fe? Favorecer igualmente al uno que al otro, sería exponernos a una
perdición casi segura. Poner la verdad
en la misma línea que el error, al bien en la misma que el mal, y la justicia en frente de nuestras pasiones
desordenadas, sería entregar la verdad al error, el bien al mal, la justicia a
las pasiones. Esto es lo que hacía decir a San Agustin: Quo; ptgjor mars ánimos quamlibertas erráris? “La
peor muerte para el alma es la libertad del error.”
Lo que es verdad de cada uno de
nosotros, lo es mucho mas tratándose de las sociedades. Ninguna sociedad puede
servir a dos señores, y el justo medio es imposible en cuestión de principios.
“Pero entonces, nos dice el liberalismo, sean ustedes lógicos consigo mismos, y no pidan, como lo hacemos
nosotros, que se les ponga bajo un mismo pié que á nuestros contrarios.” De
ningún modo pedimos esta igualdad como un principio; lo que hacemos es un
argumento ad hominem á los poderes opresores, Y nada mas. Nos dirigimos razonablemente
a su equidad natural, sin entrar en lo mas mínimo en la cuestión de principios.
Les decimos: “Otorgadnos al menos lo que otorgáis a los
demás ciudadanos; esto es de derecho natural." Hablando así, estamos
acordes católicos y liberales. Pero esto no es una razón para no desear cosa
mejor, para no tener inclinación hacia un estado normal. La libertad del
liberalismo vale mas que le opresión, lo confesamos; pero no debe mirarse como
un fin, y mucho menos como un principio.
“La Iglesia, se dirá, ha reclamado esta igualdad en todas sus pruebas."
Cierto, pero ¿en qué sentido lo hizo? La
Iglesia jamás reclamó la libertad bastarda del bien y del mal, aun en medio de
las persecuciones. Los apologistas del cristianismo, no me cansaré de
repetirlo, solo, hacían argumentos ad
homínem a sus adversarios; jamás aprobaron, como se aprueba un derecho, la
libertad del error y del mal, que perdía las almas alrededor suyo. La Iglesia es la sociedad del bien, de la
verdad; no quiere ni puede querer sino la verdadera libertad, la libertad del
bien, el poder de enseñar y practicar la verdad. ¡Por amor de Dios, no confundamos lo posible con lo deseable,
y no pongamos como principios unas necesidades harto tristes y pasajeras!
“Así, pues, solo hablaremos de autoridad cuando seamos los mas fuertes,
y de libertad cuando seamos débiles.” Esto sería muy poco noble, y por esto
no lo hace la Iglesia. Débil o fuerte, oprimido o triunfante, con la misma voz
dice a los hombres, buenos y malos: “La verdad y el bien son únicamente dignos de
vuestro amor; el nial os pierde. Cuanto mas libertad diereis al bien, tanto mas
os bendecirá Dios en este mundo y en el otro; cuanto mas diereis al mal, tanto
mas desdichados seréis. Dios solo da la autoridad á los hombres para que
protejan el libre ejercicio de lo que es bueno y justo; todo príncipe,
magistrado ô padre de familia que se sirve de su autoridad para proteger otras
cosas que la justicia, la verdad y el bien, abusan de los dones de Dios Y
pierden su alma.” Nunca dijo la Iglesia otra cosa. Su derecho y su deber
consisten en reclamar siempre de los poderes del mundo la libertad del bien y
protección para esta libertad.
“Habrá, pues, dos pesos y dos medias: libertad para nosotros, y opresión
para los demás." La Iglesia
como su Divino Maestro, solo tiene un peso y una medida; no quiere, no favorece
sino al derecho, la verdad, el bien; rechaza y detesta todo lo que es error,
todo lo que es malo é injusto. ¿Cuál es el cristiano que se atreva a decir
que Satanás tiene en este mundo los mismos derechos que Jesucristo? Esto es,
sin embargo, lo que encierra en sí la pretensión del liberalismo. La Iglesia y todos nosotros con ella,
reclamamos los derechos.de la verdad, porque ella sola los tiene; negamos lo
que se atreven a llamar los derechos del error, de la herejía, del mal, porque
el error, la herejía y el mal no poseen derecho alguno. Ya sé que hay
necesidades de hecho que algunas veces obligan a la autoridad a cerrar los ojos
sobre males que no puede impedir; pero su deber es suprimir los abusos lo mejor
y mas pronto posible.
Es una cosa muy particular, la
indignación que muestra un gran número de cristianos cuando se trata de la opresión del mal. En el interior de sus
familias, y con respecto a sus hijos y familiares, ellos mismos oprimen y reprimen el mal, tanto como pueden, usando aun de la fuerza cuando
no hasta la persuasión. ¡Y estos mismos encuentran malo que la Iglesia, que el
Estado obren del mismo modo! Salvando así las costumbres, la fe, el honor y el
bienestar de sus familias, ellos cumplen un deber sagrado, el primero de sus
deberes; y cuando la Iglesia, el Estado, cumpliendo este mismo deber, levantan
el brazo para castigar a los corruptores públicos de la fe, de las costumbres
de la sociedad entera, entonces la Iglesia y el Estado son tiranos, crueles,
intolerantes y fanáticos a sus ojos. Me parece que quien tiene dos pesos y medias, es mas bien el liberalismo que
nosotros.
Este
confunde el moderantismo, es decir, la tolerancia doctrinal, con la moderación,
que es la tolerancia personal, la caridad; y en esto se aparta gravemente de la
regla católica.
En el fondo, el liberalismo no es mas que un acomodo con
la Revolución, y por esto es por lo que esta le muestra tanta simpatía. La libertad del bien y del mal es un
atractivo, en el cual la serpiente revolucionaria seduce gran numero de
espíritus confiados en demasía, como hizo cuando presentó a Eva, con un sin
número de promesas fascinadoras, no solamente el fruto del árbol de la ciencia
del mal, sino también el de la ciencia
del bien y del mal.
“¡Pero entonces, se dice,
entregamos la libertad en manos de los poderes de este mundo, y harto sabemos
el uso que hacen de ella!" La
Iglesia no se abandona ni se entrega de modo alguno a los poderes de la tierra.
Cuando los soberanos temporales escuchan su voz, cuando son cristianos, ella
les pide que le faciliten la salvación de todos, protegiendo la libertad de su
ministerio, desarmando a los enemigos de la fe, y conteniendo por medio del
temor, a aquellos hombres perversos para quienes no basta la persuasión. ¿Es
esto acaso ponerse a la merced del poder?
Cuando un príncipe no es católico
la Iglesia no le pide asistencia alguna, y se contenta con el argumento ad hominen que ya he citado. Esto es
poco mas o menos lo que hacemos nosotros según las circunstancias, en nuestras
sociedades modernas, que ya no descansan sobre la base católica. Pedir mas sería
una gran imprudencia, y, por otro lado, puramente perder el tiempo.
"¿No creemos, pues, en el
poder de la verdad cuando le buscamos apoyos humanos?" Creemos, y muy de veras, en el
poder de la verdad, y creemos también con ardor y muy prácticamente en el
pecado original. Todo lo que es bueno necesita protección en este mundo, porque
el mundo esta pervertido y hay en el muchos malos. La sociedad, así religiosa
como política, solamente fue establecida por Dios para organizar la defensa de
los buenos contra los malos.
El Estado protege el comercio,
las artes, las ciencias, la propiedad; y siendo cristiano, ¿no había de
proteger el don mas precioso del cielo, la verdad, esta libertad, este derecho
de nuestras almas? Observad que proteger
no es dominar y si demasiadas veces los príncipes han entendido así la
protección, se han equivocado grandemente, y Dios los ha castigado por
ello; pero este abuso no a destruido el
principio, y la Iglesia ha tenido y tendrá siempre razón de decir â las
sociedades humanas: “Vosotros debéis ayudarme.”
“No es tan solo para el
gobierno de la sociedad temporal, sino sobre
todo para la protección de la Iglesia, que se dio el poder a los príncipes
(Encíclica de 1832):” Así hablaba Gregorio XVI; y Pio IX, mas explicito aún,
declara que “no se ha dado solamente a los príncipes la autoridad suprema para que
gobiernan el mundo, sino principalmente para que defiendan la Iglesia”
(Encíclica de 1846). El mismo Pio IX toma textualmente esta sentencia del Papa
San León el Grande. Esta es la enseñanza formal de la Santa Sede, en la que
deberían pensar un poco mas los liberales que son verdaderamente católicos.
“Pero ¿se nos negará que hay
liberales y liberales?" Esto es cierto; pero ¿hay acaso liberalismo y
liberalismo? Todo está en esto, porque es
cuestión de principios, y no de personas. ¿Quién no rinde homenaje al carácter y rectas intenciones de los
liberales católicos? Lo que me parece evidente es que estos defienden la buena
causa de un modo que la comprometen, con una prudencia muy falsa, sin espíritu
de fe, con argumentos que faltan por la base, y esto es así, porque el
liberalismo no es capaz de sostener un examen serio. En el fondo, mis
partidarios no están bien persuadidos de lo que quieren; creen tener una
doctrina, y solo tienen sentimientos; creen defender principios, porque
presentan algunos de ellos; mas estos principios, separados del principal, son
ramas separadas del tronco, y, por consiguiente, faltas de savia y de vida.
La
libertad del bien y del mal: he aquí en dos palabras el resumen de la tesis
liberal.
Adóptese con intenciones cristianas o perversas, siempre queda lo que es: un
grave error, y un error práctico muy peligroso, porque es seductor; un error muy útil a la Revolución, porque
le prepara el camino. Por esto fue que el
Papa Pio IX, sin hacer distinción alguna, condenó, no las intenciones de los
liberales, pero sí el liberalismo; y por eso su antecesor, Gregorio XVI, ya había condenado, con una
energía verdaderamente apostólica, el mismo falso principio de libertad sus dos
principales aplicaciones: libertad de conciencia y libertad de imprenta
(Encíclica Mirari 13 agosto de 1832).
Perdone el lector si he hablado
tan largamente sobre el liberalismo; es
una cuestión del día, sobre la que se necesita estar bien afirmado. Sin
embargo, conviene saber que a pesar de
estas divergencias, que son en realidad mas bien cuestiones de conducta que
cuestiones de doctrina, todos los cristianos de honradez, todos los católicos
ilustrados están acordes contra la Revolución; y las disensiones que existen
entre ellos no son mas que malas inteligencias, cuestión de palabras y de
fórmulas.
Vuelvo a tomar el curso de mi
objeto; y habiendo hecho ver la libertad tal cual la entiende la Iglesia, y la
libertad tal cual la entiende el liberalismo, voy a tratar de la libertad tal cual la entiende la
Revolución.
3ª La libertad revolucionaria es la libertad de hacer el mal, impidiendo
se haga el bien, oprimiendo á la Iglesia y á sus Pastores, pisoteando los
derechos legítimos del poder, violando los derechos de la familia. Inútil
es, entre gentes honradas pararse á discutir sobre este punto. Hacer el mal en perjuicio del bien, ya no
es libertad, es licencia; ya no es uso, sino el abuso, el abuso sacrílego del
mas magnifico don de Dios. Solo un perverso y un criminal puede entender y
querer de este modo la libertad.
Se ha pretendido que esta era la
libertad del año de 1793: yo por mi parte afirmo que también era esta la libertad de 1789, al menos en
lo concerniente a la Iglesia y a la fe. Bastante lo han probado los hechos,
y sin verter sangre, puede muy bien
oprimirse al bien. ¿No son acaso las
leyes revolucionarias mas peligrosas aun que el cadalso?
Tales son, según creo, las verdaderas nociones de la libertad.
Se
aplican tanto al orden religioso como al orden político y al orden intimo de la
familia.
Cada cual puede con estos principios
juzgar fácilmente lo que hay de bueno y de malo en esto que nuestras
instituciones moderna: dan en llamar libertad religiosa, libertad de cultos,
libertad de imprenta y en general libertades políticas.
La
libertad religiosa bien entendida consiste en poder practicar, con los menores
estorbos posibles, la Religión, la verdadera Religión; ella impone al soberano
temporal la obligación de proteger, en lo posible, el ejercicio pleno y entero
de la Religión católica, que es la sola verdadera Religión, y ayudar de este
modo á la Iglesia en su santa misión. “El
príncipe, dice San Pablo, no lleva en
vano su espada; pues es el ministro de Dios para el bien: Non enim sine causa gladium portal; Day enim míníster est in bonum,
oinclea: in iram ei, qui malum agít [ad Ro1vr.,xrI1],”
Pregunto: ¿Qué mayor bien para un pueblo, como para un particular, que el de
poder conocer y servir a Dios con toda libertad y cumplir con el primero y mas
grande de todos los deberes?
He dicho antes en lo posible,
porque sucede que así el soberano, como
el padre de familia, se ve obligado a tolerar muchas cosas que no puede
impedir, aunque sean dañosas para los intereses espirituales de su pueblo. Su
deber no es el atropellarlo todo por medidas imprudentes, sino el reparar por
todos los medios legítimos, un mejor porvenir. Está obligado en conciencia a
extirpar el mal que pueda, y sin
esperar.
“Y los judíos y los protestantes, ¿qué se hace de ellos?” Una de
dos: o ellos ya han introducido el error en un país católico, o aun no se han
establecido y quieren entrar en él. En el primer caso, el deber de un soberano católico es tolerarlos, y asegurarles, como a
los católicos, todos los derechos civiles; pero impedir al mismo tiempo que
propaguen sus errores deletéreos. Si puede, debe procurar que se conviertan, facilitándoles el ministerio de la
Iglesia. En una palabra, es el papel
de un buen padre para con sus hijos. Pero en el segundo caso, el deber del
príncipe es del todo diferente, aunque sea en el fondo el cumplimiento del
mismo deber. Si quiere permanecer fiel a
su alta misión en este caso, debe impedir á todo trance que la herejía manche la
fe de sus súbditos, y tratar a los propagandistas como a injustos agresores. La
herejía no tiene entonces derecho alguno.
“Y en los países protestantes, ¿qué deberá hacer el soberano?" Mal puede un soberano protestante aplicar
un principio verdadero protegiendo una religión falsa. No estará la culpa en el principio; y la desgracia del soberano y del pueblo será únicamente la de ser
protestante. Sucede a menudo que se
aplican principios verdaderos en falso; el demonio tuerce en provecho suyo las
instituciones mas excelentes. Jesucristo,
por otra parte, tiene el derecho de echar a Satanás, porque Satanás es un
rebelde, un injusto, un usurpador y un sacrílego Satanás, al contrario, ningún
derecho tiene contra Jesucristo, porque Jesucristo es legitimo Señor, bueno,
justo y Santo. Lo mismo sucede con respecto a la Iglesia y a la herejía.
Lo
que acabamos de decir en este capítulo se aplica igualmente a la libertad de
imprenta, a la de enseñanza y educación, y a todas las libertades políticas. Nunca podría ser un hombre bastante liberal si comprendiera bien la
libertad, y nunca se comprenderá ésta sino yendo a la escuela de la Iglesia.
Solamente la Iglesia es la madre de la libertad sobre la tierra, al mismo tiempo
que es la protectora y la salvaguardia de la autoridad.