XI. LOS PRINCIPIOS
DE 89.
Muchos
son los que hablan de los principios de 89, y casi nadie sabe en qué consisten.
No es de extrañar; las palabras que los
han formulado son de tal modo elásticas, de tal modo indefinidas, que
cualquiera las interpreta como mejor le parece. Las gentes honradas, cortas
de vista, no encuentran en ellas cosa alguna que sea precisamente mala; los
demagogos son los que encuentran en ellas lo que quieren.
Existe
en favor de estos principios una emulación particular de cariño, estando escritos
en veinte banderas rivales. Todos los defienden contra todos; y, según dicen
todos, todos los falsean, o los comprometen, o les hacen traición. Procuremos aquí, al resplandor indefectible
de la fe católica, no de falsearlos, ni de comprometerlos, ni de hacerles
traición, sino de comprenderlos bien, medir sus profundidades, y descubrir en
sus pliegues más ocultos a la vieja serpiente, que es el alma verdadera de
estos principios. No exageraremos, sino que procuraremos examinarlo
todo.
Si
contemplamos las obras de esos que se llaman con orgullo padres de la libertad,
fundadores de la sociedad moderna, veremos, según la expresión de Bossuet, “si
aquellos que se nos presentan como los reformadores del género humano han
aumentado o disminuido sus males; si es preciso mirarlos como reformadores que
le corrigen, o como azotes enviados por Dios para castigarle."
En
1789, mientras que la Asamblea constituyente destruía, por el derecho del mas
fuerte, la antigua constitución de la Iglesia en Francia; mientras que suprimía,
el 4 de Agosto, los justos tributos que le daban la vida; mientras que, en 27
de Septiembre, despojaba las iglesias de sus vasos sagrados; el 18 de Octubre, anulaba
las órdenes religiosas, y, en fin, el 2 de Noviembre robaba las propiedades
eclesiásticas, preparando así el acto herético y cismático que se llamó Constitución civil del clero, y se
promulgó al año siguiente, esa misma Asamblea constituyente formulaba en diez y siete artículos lo que se llama declaración de las derechos del hombre,
y que mas bien deberían haber llamado supresión
de los derechos de Dios. Estos artículos encierran principios sociales,
y estos principios son los que se han
hecho celebres bajo el nombre de principios de 89.
Algunos
católicos, con el propósito muy loable de ganar para la Iglesia las simpatías
de las sociedades modernas, han procurado demostrar, y no sin trabajo, que los
principios de aquella célebre declaración no estaban en oposición con la fe ni
con los derechos de la Iglesia. Quizá pudiera sostenerse esta tesis, si en una
cuestión tal, esencialmente práctica, fuera dado el atenerse rigurosamente al
valor gramatical de las palabras, abstrayendo de ellas el espíritu que las
anima, que las dictó, que las aplica y que expresa su genuino sentido. Desgraciadamente los principios de 89 no
son una letra muerta; hanse manifestado por hechos, por leyes, por crímenes
enormes, que no pueden dejar la menor duda sobre su verdadero carácter. La
Revolución, la Revolución anticristiana los proclama como sus principios propios,
atribuyéndoles la gloria de sus pretendidas hazañas; los revolucionarios no
dejan de invocarlos contra la Iglesia.
¿Cómo,
pues, no horrorizan estos principios a
los hombres honrados? Es porque en ellos se encuentra la verdad hábilmente confundida
con la mentira, y esta pasa ahora, como siempre, a la sombra de aquella.
En
efecto; entre los principios de 89 se encuentran algunos que son verdades
antiguas del derecho francés, o del derecho político cristiano, pero que los
abusos del cesarismo galicano habían legado al olvido, y que la pueril
ignorancia de nuestros constituyentes hizo tomar por un descubrimiento
admirable.
Muchos
otros son verdades de sentido común, que nadie se atreverían hoy día a formular
seriamente; pero todas estas verdades están dominadas por un principio, que da
el verdadero carácter a esta declaración, y es el principio revolucionario de la independencia absoluta de la sociedad:
principio que rechaza para en adelante toda dirección cristiana, que quiere que
el hombre no dependa mas que de sí mismo, ni tenga mas leyes que su voluntad,
sin ocuparse de lo que Dios manda y enseña por medio de su Iglesia. La voluntad del pueblo soberano, sustituida a
la del Dios soberano; la ley humana,
pisoteando la verdad revelada; el derecho
puramente natural, haciendo abstracción del derecho católico: en una
palabra, el poner esos pretendidos derechos
del hombre en lugar de los derechos eternos de Jesucristo; he aquí la
declaración de 1789.
Hasta
entonces se había reconocido la Iglesia como el órgano de Dios respecto a las
sociedades y a los individuos: y si bien es verdad que de algunos siglos acá no
se le quería reconocer este derecho de dirección suprema, en la práctica, jamás
llegó la osadía hasta el punto de negárselo formalmente.
Así,
pues, los principios de 89, considerados uno por uno, están muy lejos de ser
enteramente revolucionarios; pero en su conjunto, y sobre todo en la idea que
los domina, constituyen una rebeldía
atrevida del hombre contra Dios, y un rompimiento
sacrílego entre la sociedad y nuestro Señor Jesucristo. Rey de los pueblos,
Rey de los reyes. En las principios de 89 solamente atacamos este elemento de rebelión anticristiana; lejos de repudiarlas
defendemos como nuestras estas grandes máximas de verdadera libertad, de verdadera
igualdad y fraternidad universal, que la Revolución trastorna y pretende haber
dado al mundo.
En conciencia no
puede un católico admitir todos los principios de 89. Todavía menos le es
permitido entrar en el espíritu que los dictó, y que los interpreta y aplica
desde su aparición en el mundo.
Pero
siendo este asunto muy complejo, vamos aún a precisar más nuestras ideas acerca
de él.