Por Mons de Segur
XXIII.
LA REACCIÓN CATÓLICA.
¿Somos reaccionarios? No, si por
tales se entienden unos espíritus sombríos, siempre ocupados en echar de menos
lo pasado, el antiguo régimen, la edad media: “Nadie, decía el buen Nicodemo, nadie
puede volver al seno de su madre para nacer de nuevo.” Esto lo sabemos, y
no queremos cosas imposibles. Si, somos
reaccionarios, si con esto se entiende ser hombres de fe y de corazón,
católicos ente todo, que no transigimos con principio alguno, que no abandonamos
verdad alguna, y que respetamos, en medio de las blasfemias y de las ruinas
revolucionarias, el orden social establecido por Dios, y estamos decididos a no
retroceder ni un paso ente las exigencias de un mundo pervertido, y miramos
como un deber de conciencia la reacción
antirrevolucionaria.
Ya lo he dicho: la Revolución es el gran peligro que
amenaza a la Iglesia en el día. Digan lo que quieran los adormecedores, este
peligro está a nuestras puertas, en el aire que respiramos, en nuestras mas
íntimas ideas. En vísperas de grandes catástrofes, siempre hubo de estos
ciegos, mudos y sordos incomprensibles, que nada quieren ver, nada oír ni
comprender; “Todo va. bien, dicen nunca
estuvo el mundo mas ilustrado, ni el público mas próspero; nunca el ejército fue
mas valiente, ni estuvo la administración mejor organizada, ni se vio la
industria mejor, ni fueron las comunicaciones mas rápidas, ni la patria se encontró
tan unida."
Tales
hombres no ven, no quieren ver que bajo este orden material está oculto un profundo
desorden moral, y que la mina, pronta a estallar, se encuentra en la base misma
del edificio. Dormidos y adormeciendo a los otros, abandonan la defensa, la
hacen abandonar a los otros, y entregan la Iglesia desarmada en manos de la Revolución.
Y, sin embargo, es mas claro
que la luz del día que la Revolución es
el anticristianismo, que llama a si todas las fuerzas enemigas de la Iglesia:
incredulidad, protestantismo, cesarismo, galicanismo, racionalismo, naturalismo,
falsa política, falsa ciencia, falsa educación. “¡Todo esto es mío, todo esto sirva parar mi obra, exclama la Revolución; todos marchamos contra el enemigo común!
No mas Papa, no mas Iglesia, libertémonos del yugo católico, emancípese la humanidad.”
Este
es el terrible adversario contra quien todo cristiano está obligado en conciencia a resistir y obrar como
hemos dicho, y esto con toda la energía que da el amor de Dios, unido al
verdadero patriotismo. Este es nuestro
común enemigo, preciso es vencer o morir.
¿Y cómo venceremos?
Primeramente, repito, no temiendo. Un cristiano,
un católico, un hombre honrado solo teme a Dios. Seguro: como estamos de que Dios está con nosotros, debemos también
estarlo de que, tarde o temprano, la victoria será nuestra. Quizá será
necesario que haya sangre vertida, como en los primeros siglos, humillaciones y
sacrificios de toda especie; bien puede ser así. Pero al fin venceremos: Confidite, ego vice mundum.
Luego
debemos poner al servicio de la Gran
causa todas las influencias, todos los recursos de que podamos disponer. Si
por nuestra posición social podemos ejercer una acción general sobre la
sociedad, sea por nuestra pluma, sea por cualquier otro medio legítimo, no
faltemos a nuestro deber católico de hombre público. Hagamos el bien en la
mayor escala posible.
Si
no podemos ejercer más que una acción individual y limitada, guardémonos de
creer que esta influencia está perdida en medio del torbellino. El Océano solo se
compone de gotas de agua reunidas, y convirtiendo individuos, ha llegado la
Iglesia a convertir, a trasformar el mundo, después de tres siglos de indomable
paciencia. Hagamos como ella; en frente de le Revolución, universal como
entonces el paganismo, busquemos, aunque sea individualmente, “el reino de Dios
y su justicia, y lo demás nos será dado por añadidura.” Jóvenes, hombres
maduros, viejos, niños, mujeres, muchachas, ricos, pobres, sacerdotes,
seglares, seamos lo que seamos, trabajemos confiadamente, y hagamos la obra de
Dios; si el mundo se llena de Santos, si la mayoría de los miembros que
componen la sociedad se vuelve profundamente católica, la opinión pública
reformará por sí misma y sin sacudimiento esta sociedad que se pierde, y le Revolución
desaparecerá.
Tengamos
para el bien la energía que la Revolución tiene para el mal. No hace mucho la oímos
decir a los hijos de las tinieblas: “El
trabajo que vamos a emprender no es obre de un día, ni de un mes, ni de un año;
puede durar muchos años, un siglo quizá; pero en nuestras filas, el soldado
muere, y la lucha sigue. No perdamos valor por un revés ni por una derrota; de derrota
en derrota es como se llega a la victoria."
Hijos
de la luz, tomad esta regla para vosotros, y aplicadla con el celo del amor. La
Iglesia es pobre: ¿sois ricos? dadle vuestro oro: ¿sois pobres? partid vuestro
pan con ella. La Iglesia es atacada con las armas en la mano: por vuestras
venas corre una sangre generosa; ofrecedle vuestra sangre. La Iglesia se ve
calumniada indignamente. ¿Tenéis voz? Pues hablad. ¿Manejáis una pluma? Pues
escribid en su defensa. La Iglesia se ve abandonada, entregada traidoramente
por los que se llaman sus hijos: su única confianza esta en Dios: haced por
vuestras oraciones que llegue pronto el socorro de arriba. Sírvanos a todos de
lema el hermoso dicho de Tertuliano: In
his, omnis homo miles: hoy día todo católico debe ser soldado.
Ante
todo, es preciso en el siglo que atravesamos formarse con cuidado el espíritu y
la inteligencia; preciso es fundar la vida sobre principios puramente
católicos, para no ser arrastrados, como muchos, por todos los vientos de
doctrinas.
Casi todos los jóvenes que se entregan a las ideas revolucionarias carecen de
aquellos principios serios y reflexionados, cuyo punto de partida es la fe. En
este punto pesa una terrible responsabilidad sobre aquellos hombres que están
encargados de instruir â la juventud; de
mucho tiempo acá, la enseñanza y la educación son la cuna oculta de la Revolución.
Andémonos
con mucho cuidado respecto de nuestras lecturas; hay muy pocos libros buenos;
muy pocos verdaderamente puros en cuanto a principios políticos y sociales; casi todos ellos
desconocen totalmente la misión social de la Iglesia; o la rechazan, o no se
dignan hablar de ella. No teniendo ya, como punto de partida, la autoridad
divina, se ven obligados a basarlo todo sobre el hombre; sobre el Soberano, si
son monárquicos, y de ahí resulta el absolutismo o el cesarismo; y si son
demócratas, sobre la soberanía del pueblo, y esto es la Revolución propiamente
dicha. En ambos casos hay error fundamental, principio social anticristiano. Los mas peligrosos de estos libros, al
menos para lectores honrados, no son los libelos abiertamente impíos, sino mas
bien los de falsa doctrina moderada que profesan un cierto respeto a la
Iglesia: 89 es mucho mas peligroso que 93.
Desconfiad sobre todo de los
libros de historia. Solamente de algunos años a esta parte, un cambio feliz,
debido a la buena fe y a estudios más concienzudos, nos ha proporcionado
algunas obras preciosas, que bastan para disipar las preocupaciones y los
errores [1]. Hace tres siglos que la
historia ha sido trasformada en una verdadera, máquina de guerra contra el
cristianismo, antes por el odio protestante, y más tarde por el volterianismo,
se ha vuelto, dice el conde de Maistre, "una conspiración completa contra la verdad.”
Lo
que es verdad de los libros, lo es también, y mucho mas, de los periódicos,
esta peste pública que envenena al mundo entero. Casi todos ellos son los
campeones manifiestos u ocultos de la Revolución.
Nada
es tan peligroso como un periódico no católico; su lectura continuada cada día
se insinúa pronto y profundamente en las cabezas mejores, y acaba por falsear
el juicio. Os lo suplico: no os abandonéis á ninguno de estos periódicos, y
menos todavía a aquellos que cubren sus malas y perversas doctrinas con una
máscara de honradez y se dicen conservadores. “No hay peor agua que la estancada."
En fin, recomiendo a los jóvenes una instrucción religiosa muy fuerte y sólida.
No me atrevo a hablarles de la Summa de Santo Tomás, obra maestra
incomparable, que reúne, con un orden magnífico, toda la doctrina religiosa,
toda la tradición católica; pero las inteligencias han bajado de tal modo desde
que la fe no sostiene la razón, que en el día ni aún se está en estado de
comprender: lo que aquel gran Doctor ofrecía a los estudiantes, de la Edad
Media como “leche para los principiantes."
Entre muchas obras de fondo,
recomiendo la Teología dogmática y la Exposición del derecho canónico, por el
Cardenal Gousset; la Regla de fe, por el P. Perrone, y los hermosos Estudios,
filosóficos, de M. Nicolás; como resumen de la doctrina cristiana, el gran Catecismo del Concilio de Trento,
traducido por Mons Doney; en fin, las excelentes Respuestas populares del P.
Trance, que reasumen con extraordinaria lucidez y con una doctrina muy pura
todas las controversias que están a la orden del día.
No
basta la claridad en la inteligencia; preciso es además la santidad del
corazón. Toda persona que quiera producir en si una verdadera reacción contra
el mal que nos devora, debe vivir como verdadero cristiano, llevar una vida
pura, inocente, extraña al mundo, y en todo animado por el espíritu del
Evangelio. Debe orar á menudo y comulgar con frecuencia, bebiendo así en este
manantial vivo, la vida verdaderamente cristiana y católica. Los hombres de fe,
de oración y de caridad son los únicos que poseen el secreto de las grandes
victorias.
Esta debe ser nuestra reacción
contra la seducción de los falsos principios y el torrente universal de
corrupción. Este es nuestro deber, deber del cual daremos cuenta a Dios cuando
nos llame a su presencia. Este deber mira ante todo a los que directa o
indirectamente tienen cargo de almas: los Pastores de la Iglesia, Obispos y
Sacerdotes, doctores del pueblo cristiano encargados por Dios de enseñar a
todos los hombres todos sus deberes y preservarlos
de los lazos de la mentira; los jefes de los Estados, que, como hemos dicho,
deben vigilar indirectamente por la salvación de sus pueblos, facilitando a la
Iglesia su saludable misión; en fin, los padres y madres, cuyo ministerio
consiste, ante todo, en hacer de sus hijos buenos cristianos y hombres de
corazón.
¡Bendiga
Dios nuestros esfuerzos, y sálvese el mundo por segunda vez por los cristianos!
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