XX.
DE LAS VARIAS ESPECIES DE REVOLUCIONARIOS.
Siendo
la Revolución una idea, un principio, todo hombre que se deja dominar por esta
idea, por este principio, es un revolucionario. Lo es mas o menos, según entra
mas o menos en el lazo.
Se pueden y deben distinguir muchas
categorías de revolucionarios. Los primeros y más culpables, que más se
acercan a Satanás, su padre, son aquellos hombres malvados que conspiran a
sangre fría contra Dios y contra los hombres, seducen y engañan a los pueblos,
y conducen, cual capitanes esforzados, el ejército del infierno al asalto de la
Iglesia y de la sociedad. No constituyen estos mas que un pequeño número; pero
los que hay, son imágenes verdaderas del demonio.
A
estos siguen aquellos que, menos imbuidos de la idea revolucionaria, pero tan
perversos como los otros, conducen también la Revolución a su destino final, y
quieren abiertamente concluir con el orden social católico y aun con el verdadero principio monárquico;
rechazando, sin embargo, al mismo tiempo el asesinato y el pillaje. Estos son los
Mirubeau, los Palmerston, los Cavour, y todos esos impíos que, de un siglo a
esta parte, volviendo la política, las
leyes e instituciones civiles contra la Iglesia de Jesucristo, son el azote de
la sociedad cristiana. Estos saben contenerse
mas que los primeros, saben colorear con más habilidad sus proyectos
anticatólicos, y no inspiran horror; pueden hablar y escribir a la faz de
todos, y disponen de un gran poder material y moral; creen ser los conductores,
y son ellos mismos conducidos. El gran número de los revolucionarios de
esta clase, y los medios de acción de que disponen, los hacen muy temibles.
Deben ocupar el tercer puesto aquellos hombres de orden
hijos del 89, que quieren hacer abstracción
completa de la Iglesia en todo el orden político y social. Sus intenciones son
a veces honrosas; pero les falta el sentido antirrevolucionario, que es la fe,
que es el sentido católico. No detestan a la Iglesia; aun le conceden cierto
respeto vago y efímero pero no la comprenden, y le impiden salvar la sociedad,
que solo por ella puede salvarse. La acción revolucionaria de estos hombres
es mas bien negativa que positiva. Son, de un siglo a esta parte, pocos los
hombres políticos de Europa que no pertenezcan â esta numerosa categoría de
revolucionarios. Casi todo el periodismo europeo está en sus filas y a su
servicio. Así es que forman la semilla
de los francmasones.
Tras
estos vienen los hombres de imaginación exaltada y sin ninguna instrucción
religiosa, pero que tienen el corazón bueno y noble, que toman las ideas democráticas
por arranques generosos, por amor al pobre pueblo, por patriotismo y de buena
fe creen que la Revolución es un progreso saludable y la religión de la
libertad. A esta clase de hombres siempre les gustan las reformas; pero al
mismo tiempo aborrecen los motines. Son unos pobres extraviados, que obran el mal
sin saberlo. Una instrucción sólida y una conversión religiosa los ganaría
completamente para la buena causa.
En fin, muy cerca de nosotros, pero siempre en el campo de la Revolución,
encontramos un número considerable de honrados cristianos, y que practican la Religión;
pero poco instruidos, que se dejan deslumbrar por el prestigio del liberalismo,
y quieren conciliar el bien con el mal. Sus preocupaciones de política, de
posición social, paralizan prácticamente las ideas de respeto que tienen en su
corazón hacia los derechos de la Religión. Les gusta el sacerdote, y sin
embargo temen su influencia. Critican de buena gana al Papa y al Obispado,
toman fácilmente el partido del Estado contra la Iglesia, de lo temporal contra
lo espiritual, en cuanto a política no tienen mas principio que el liberalismo,
que no lo es. La palabra libertad basta para trastornarles, y, a su modo de
ver, el único remedio para todos los males es la secularización y la moderación.
Que lo quieran o no, todas estas clase de hombres pertenecen al
partido de la Revolución, al partido del verdadero
desorden, de la desorganización religiosa y política de la sociedad. Los
primeros y segundos son los conductores, y los otros son los instrumentos, cuando
no los engañados. Todos están y se hallan envueltos en la inmensa red de
que hablé mas arriba la Venta Suprema; los
últimos, los revolucionarios honrados, detestan y temen a los otros, como un
pez pequeño a otro grande, pero siempre sucede que este devora a aquel.
Que cada cual se examine y se juzgue; que vea en conciencia y en la
presencia de Dios, si pertenece a una de estas cinco clases que acabo de
enumerar. La fortuna, el rango, nada tienen que ver en ello; se puede ser revolucionario
en cualquiera de los grados de la escala social; es cosa puramente de principio
o de conducta. Cualquiera que en su inteligencia
y sus actos, en su conducta pública o privada, por sus palabras, sus obras, sus
ejemplos, de cualquier modo que sea, viole el orden social católico establecido
por Dios para la salvación del mundo, es revolucionario; que sea grande o
pequeño, eclesiástico o seglar, eso nada hace al caso. Hay revolucionarios
en todas partes: en los talleres, en los palacios como en las chozas; hay
revolucionarios de frac negro y corbata blanca, lo mismo que los hay de capa y
chaqueta.
Solamente
los católicos, los verdaderos católicos de corazón y espíritu están fuera del
campo de la Revolución; pero deben andar con mucho cuidado para no dejarse
seducir en medio del contagio público. Un solo hombre hay en el mundo que está absolutamente
al abrigo de la seducción, y es aquel a quien dijo Jesucristo; “He orado por ti, para que tu fe no pueda
desfallecer; y tú a tu vez, confirma tus hermanos." El Papa, sucesor
de Pedro, Jefe de la Iglesia, está protegido por el mismo Dios contra todos los
errores, y, por consiguiente, contra el error revolucionario. Como Papa, como
Doctor católico, nunca puede ser seducido*. Unámonos, pues, indisolublemente á la
enseñanza pontifical; levantemos nuestras mirada: fieles sobre todas las
cabezas, sobre todas las coronas, y aun sobre todos las minas, para fijarlas en
la tiara de San Pedro. Saber lo que
enseña en el Pontífice romano Vicario de Dios, y creerlo como él, pensar como
él, y decir como él: este es el medio único e infalible de precaverse de los
lazos de la Revolución. ¡Cuántas ilusiones existen sobre este punto entre
aquellos que el mundo llama hombres honrados, y cuantos lobos hay que se creen
corderos!
* Que pensar ahora que vemos a Francisco (Bergoglio) al servicio de la Revolución.
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