Por Mons de Segur
XXI.
DE CÓMO SE FORMAN LOS REVOLUCIONARIOS
Una
sociedad se hace revolucionaria cuando no reprime los motines, y las malas
pasiones que minan en su seno los grandes principios religiosos y políticos,
que son,
como hemos dicho mas arriba, la base de
todo orden social. Pero aquí solo me ocupo del individuo, y para este,
principia casi siempre muy temprano.
¡Veis
aquel niño que muerde y pega a su madre! Es un revolucionario en lactancia. A
los cinco años hace ruido en su casa, e impone su capricho a su padre y a su
madre; este es un revolucionario en ciernes. De estudiante, se mofa de sus
maestros, rompe sus libros, y no hace mas que calaveradas; es un revolucionario
ganando cursos en la Universidad. De aprendiz, se forma para el vicio, insulta
a los sacerdotes que le prepararon para su primera comunión, los buenos
Hermanos, a quienes deba su educación gratuita; es un revolucionario que va
formándole. De obrero, se rebela contra su principal, lee y comenta los
periódicos demagógicos, se queja del gobierno, entra en las sociedades
secretas, hace fiestas los lunes y jamás los domingos; y si se presenta
ocasión, sube a las barricadas; es un revolucionario emancipado. Ahí tenéis al
revolucionario de chaqueta.
El
revolucionario de levita y gabán es en el colegio un discípulo indisciplinado;
sus costumbres están corrompidas mucho antes que tenga edad para ello; prepara
motines, y tanto hace, que lo expulsan. Llega a la adolescencia, corriendo de
liceo en liceo, ya corrompido, sin fe, ambicioso y determinado; es demócrata sin
saber en qué consiste esto; y si sabe algún tanto ensuciar papel, escribe artículos
de periódico; revolucionario meritorio. Escribe para el teatro, o folletos; si
su prosa tiene aceptación, si por ella logra influencia, una de dos: o pesca un
empleo, un puesto lucrativo, y entonces se vuelve hombre de orden; o, al
contrario, no pesca, y entonces conspira, firmemente decidido, si la cosa va
bien y si llega al poder, a apropiarse lo mas que pueda del bien público y a
suprimir el fanatismo y la superstición; gran revolucionario, padre
de la libertad. En una palabra, se hace un hombre revolucionario,
acostumbrárnosle a rechazar la autoridad paterna, religiosa y política. El
gusto de la rebelión se desarrolla cada año más, y bajo la inspiración del demonio,
se vuelve muchas veces un verdadero malvado.
XXII.
CÓMO SE DEJA DE SER REVOLUCIONARIO
Las
sociedades dejen de serlo haciéndose católicas, completamente católicas, y los
individuos acudiendo al sagrado tribunal de la confesión. No existen otros medios
para lograrlo.
La
Revolución es la rebeldía, el orgullo, el pecado; la confesión y con ella la
muy dulce y santa comunión, es la humilde sumisión del hombre a su Creador; es
el amor, la fuerza, el orden.
He conocido a uno de estos felices
convertidos del campo revolucionario. Habíase entregarlo a todos los excesos de
la rebelión del espíritu y del corazón; había rechazado la Iglesia como una
cosa anticuada y perjudicial, la autoridad como un yugo vil. Siendo
representante del pueblo, y perteneciendo al partido de la Montaña, había soñado no sé qué regeneración social. Honrado, sin embargo,
en el fondo, y sincero en sus extravíos, pronto vio abrirse delante de si unos
abismos que jamás hubiera sospechado; vio de cerca a los revolucionarios, con
sus proyectos y sus obras. Partidario de los famosos principios de 89, vio
salir de ellos las fatales consecuencias de 93; cogió la Revolución infraganti...,
y conducido al bien por el exceso mismo
del mal, tendió sus brazos desesperados hacia aquella Iglesia que había
desconocido; se arrepintió, examinó, creyó, y depuso a los pies del sacerdote,
junto con la carga de sus pecados, la librea horrorosa de la Revolución. Esto
sucedió cerca de diez años ha, y desde entonces ha encontrado paz y felicidad.
Hace un bien inmenso a su alrededor, dedicándose con santo ardor al servicio de
Jesucristo. Y en las filas poco cristianas de nuestros jóvenes demócratas, ¡cuántos nobles corazones, engañados por
las utopías revolucionarias, buscan esa paz y esa felicidad sin poderlas
encontrar! Las aspiraciones de sus almas no quedarán satisfechas sino
cuando se sometan al dulce yugo del Salvador, y cuando, volviéndose verdaderos
católicos, experimenten el poder divino de la palabra evangélica: “Venid a mí, todos vosotros los que sufrís y
los que trabajáis; yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros, y aprended de
mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrareis el descanso de vuestras
almas.”
Y lo que es verdad para el
individuo, lo es también para la sociedad; el
hijo pródigo, el mundo moderno, miserable por estar lejos de la casa paterna,
lejos de la Santa Iglesia, no encontrará reposo mas que a los pies de
Jesucristo y de su Vicario sobre la tierra.
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