Por Mons de Segur
XV LA
REPÚBLICA.
La
Revolución tiene un atractivo irresistible para esa forma de gobierno, que
llaman República, al propio tiempo que una antipatía invencible para las otras
dos formes de gobierno: aristocracia, monarquía.
Sin embargo, una república puede muy bien no ser
revolucionaria, y una monarquía y una aristocracia pueden serlo completamente.
No es la ferina política de un gobierno
lo que le hace pasar al campo de la Revolución; son los principios que adopta,
y según los cuales se dirige.
Todo
gobierno que deja de respetar, en teoría y en práctica, en su legislación y en
sus actos, los derechos imprescriptibles de Dios y de su Iglesia, en un
gobierno revolucionario.
Sea monarquía hereditaria, electiva o
constitucional, sea una aristocracia, un Parlamento: sea república, confederación,
etc., siempre será revolucionario, si se subleva contra el orden divino; pero
no lo será, si respeta todo eso.
Sentado esto, no deja de ser curioso
al observar que la forma de gobierno
democrático o republicano es la única que no tiene sanción divina. Las dos sociedades constituidas
directamente por Dios han recibido de su paternal sabiduría la forma
monárquica, templada por la aristocracia. La familia es una monarquía en la que el padre manda y gobierna como
soberano, pero con la asistencia de la madre, que representa el elemento
aristocrático, y cuya autoridad es real y verdadera, aunque secundaria. En
cuanto a los hijos, elemento
democrático, no tienen en la familia autoridad alguna, propiamente hablando.
Lo
mismo sucede con la Iglesia. Esta es una monarquía espiritual, templada por la
aristocracia. El Papa es verdaderamente el monarca religioso de los hombres,
pero al lado de su poder supremo, ha establecido Dios el poder del obispado,
que forma en la Iglesia el poder aristocrático. La multitud de los fieles que
es el elemento democrático, no tiene mas autoridad que los hijos en la familia.
¿No Sería acaso razonable el
deducir de este doble acto divino, que la
democracia no es hija del cielo, y que la república, al menos tal cual se
la entiende en nuestros días, tiene relaciones secretas con el principio fatal
de la Revolución? La Democracia, dice Proudhon, es la envidia, y este
definidor nada tiene de sospechoso. Y la
envidia, según Bossuet, no es
mas que “el efecto negro y secreto de un orgullo débil” Un gracioso algo
cáustico dijo en otro tiempo: Democracia, Demoniocracia. Puede que
la comparación sea un poco viva; pero algo de verdad pudiera encerrar. Lo
cierto es que siendo casi siempre las Repúblicas unas verdaderas behetrías y
casas de confusión, todos los embrollones, todos los abogados sin pleitos,
todos los médicos sin clientela, todos los habladores y todos los ambiciosos de
baja esfera, encuentran fácilmente en ellas lo que buscan; y el diablo no
encuentra cosa mejor que pescar en agua turbia. La república trae invariablemente tras de sí o la anarquía o el
despotismo, y he aquí por qué es tan querida de la Revolución.
Sin
rechazar absolutamente las ideas republicanas, aconsejo a los jóvenes que
desconfíen mucho de ellas. Se expondrían a perder con ellas los instintos
buenos y verdaderos de su fe y de la obediencia, sin contar el peligro, muy
serio, de perder por ellas la cabeza, como ya ha sucedido a muchos otros. Al extremo opuesto de
esto se encuentra el absolutismo monárquico, es decir, el poder sin freno ni
intervención alguna, y yo creo verdaderamente que este es todavía mas fatal que
la peor de las repúblicas. La nación entera está sujeta, como bajo los
Emperadores paganos, a un solo hombre, y el cesarismo es anticristiano y
revolucionario en primera línea.
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